Cualquier ley educativa aprobada sin consenso y aplicada sin voluntad de permanencia le resulta lejana y ajena a la comunidad educativa. Los abnegados docentes anegados de burocracia estéril se enfangarán con nuevas directrices equívocas y erráticas. Titular suspendiendo y aprobar no sabiendo, promocionar sin esfuerzo e involucionar sin conocimiento ni mérito alguno. Esta degradación progresiva de la enseñanza provocará consecuencias sociales devastadoras que ni los mejores algoritmos podrán calcular.
Esta última ultimísima nueva novísima ley educativa (están empezando a agotarse las siglas) es un “marrón” para todos los que ostentan o detentan algún cargo. Para el gobierno, porque la promulga una ministra sustituta de aquella ministra cuyo apellido la bautizó, sin el beneplácito de algunos de sus correligionarios, con concesiones a sus socios y, por supuesto, con la oposición (no constructiva) de la oposición (cainita). Para las autonomías, demandantes y pedigüeñas, que tendrán que legislar atenuando/matizando/regulando con decretos, sin demasiado margen de maniobra, impotentes. Para la inspección, cada vez menos independiente y más clientelar, que tendrá que supervisar su aplicación y hacer de tripas corazón una vez más, cumpliendo y haciendo cumplir una legislación, de manera discrecional, a través de instrucciones inasibles que intentarán explicar lo inefable. Para las directivas de los centros, que se verán obligadas a asumir y acatar imposiciones e intentar ordenar el caos en el que se verán sumidas una vez más, a contrarreloj por supuesto, con un esfuerzo ni pagado, ni agradecido ni reconocido en muchos casos, para luego exigir a los claustros cuestiones en las que nadie cree por ignorancia o mera indiferencia. Para los departamentos, que tendrán que volver a leer otra ley, planificando la consabida merma de contenidos y el exceso de criterios de evaluación, intentando cuadrar el círculo con su cada vez más exigua autonomía pedagógica, encadenados a una programación enlatada y preconfigurada.
Pero sin duda alguna, esta novedosa ley será un marrón oscuro, casi negro, para cualquier docente, que la recibirá con resquemor a sabiendas de su carácter pasajero y la aplicará sin saber a qué atenerse, sin saber ya qué enseñar ni cómo enseñar o si merece la pena enseñar porque hoy sólo importa fomentar el aprendizaje de manera innovadora y guay para que el alumnado aprenda sin aprender, apruebe suspendiendo y demostrando su incompetencia de manera ignominiosa, sumiso de una pantalla, esclavo del consumismo. ¡Qué extraña suena la libertad de cátedra! ¡Qué extraña suena la libertad, a secas! Estamos formando futuros ciudadanos serviles e indolentes. ¡Ay, Filosofía!
Saramago decía que “el mundo está convertido en un enorme escenario, en un enorme show”. La educación se ha convertido en una enorme industria, la enseñanza se ha transformado en un producto mercantil aséptico diseñado para el adocenamiento y adoctrinamiento de las masas, homogeneizándolas en estándares de aprendizaje, perfectamente medibles y controlables. Ojalá algún Ortega y Gasset invitase a la rebelión contra esta deshumanización progresiva. Ojalá la educación no degenere a la misma velocidad que está degenerando esta sociedad.
Ignacio José García García