Aquel profesor de Filosofía intentaba comprender los fractales, aunque aún no había comprendido la grandeza de los recónditos misterios de la Madre Naturaleza, a la que amaba. Lejos quedaba el imperativo ético de vivir conforme a Ella porque hoy en día los algoritmos dominan el mundo. Somos megadatos, vivimos en una gigantesca “dataesfera”.
Tras media vida dedicado a la docencia, ahora soportaba con estoicismo los rigores de la tecnología, sufriendo la obsesión de control y digitalización actuales. Padecía las exigencias del sistema Séneca en lugar de comprender el pensamiento del filósofo oriundo de Córdoba. Lejos quedaba la genuina paideia, el auténtico arte de enseñar valores y saberes. Su alumnado estaba completamente abducido por las pantallas, en las profundidades de una caverna, viviendo en una realidad ficcional. Intentó alejarse de las aulas, lugares cada vez más extraños, y crear nuevas ágoras, al aire libre, para enseñar a los jóvenes a desembarazarse de las pasiones apremiantes y acaparadoras de su entorno, a comportarse con independencia moral, no dejándose influir por el vocerío de las redes sociales. Pero los bancos de esas aulas no enraizaron y pasaron a formar parte del paisaje, naturaleza muerta. Buscó las respuestas en el cultivo de un huerto escolar, se deleitaba sólo con oír crecer las plantas, siguiendo sus biorritmos, e intentando explicar a los nativos digitales el milagro de la evolución. Sólo pretendía un aprendizaje a través de la experiencia, de la observación, de la acción en el medio. Demasiado esfuerzo, demasiado sudor, demasiados sinsabores.
Pronto advirtió que sólo eran entretenimientos que no podían contener un sentimiento que surgía de lo profundo, una incómoda sensación de vacío en el ejercicio de su profesión. Como tantos docentes, y muchas personas, empezaba a sucumbir ante la implacable Ley Universal del Aprendizaje: no podía aprender a la misma velocidad que cambiaba el entorno tecnológico. El profesor se sentía impotente ante su impericia digital, desmoralizado por cierta sensación de fracaso. Se sentía una rara avis en la enseñanza, le resultaba ajeno el devenir de la educación, era incapaz de adaptarse. Lo que había antes ya no servía y lo que le gustaría que ocurriera nunca acontecería. Resultado: desilusión y tristeza ante una gran paradoja: le apasionaba aprender, pero no podía aprender tanto ni tan rápido y encima se sentía un inútil, un incompetente, por no responder a las nuevas exigencias tecnocráticas. Intentaba llenar su vida con cualquier actividad que le permitiera estar alejado de ordenadores y otros dispositivos, pues no le gustaba estar siempre aporreando teclas o toqueteando pantallas, atendiendo a requerimientos continuos para justificar su trabajo. No soportaba que las relaciones humanas estuvieran mediatizadas por las máquinas (y ese curso por las cámaras), que la comunicación se limitara a avisos y mensajes corporativos.
Huyendo de una práctica docente lastrada y deformada por requisitos pseudocientíficos y pseudopedagógicos, se refugiaba en una vida sencilla alejada de esta docencia frenética y despersonalizada. Cada vez más, disfrutaba de los pequeños placeres de la vida: un amanecer o un atardecer, un paseo por la montaña con su perra, un buen vaso de vino. Era un apasionado de la conversación con amigos a los que planteaba con ironía si Platón identificaría el cielo donde están las ideas con la nube informática o si Kant consideraría los algoritmos “formas a priori” o “categorías”. Cansado de “tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna”, ya sólo aspiraba a jubilarse, sin pena ni gloria, y como el hombre bueno y sabio que era, ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar, a la antigua usanza, cual capitán Haddock.
Ignacio José García García