Alumnos y profesores ya han retomado las clases. Volvemos a lo cotidiano.
Cotidianas son las clases abarrotadas de adolescentes. Treinta o treinta y cinco jóvenes, de 12 a 17 años, intentando y no consiguiendo mantener la distancia de seguridad con compañeros, porque las autoridades aseguran que 1,2 metros es suficiente para protegerse ante la COVID.
Cotidiano es el esfuerzo del profesorado que hace lo que puede para atender a esa montaña de estudiantes, despersonalizados tras sus mascarillas; y que sabe que sin bajar el número de alumnos por aula no es posible una enseñanza cercana, personalizada y con un mínimo de calidad.
Cotidiano es que el trabajo del profesor haya quedado arrinconado, devaluado, desprestigiado…; y que se le exija cada vez más ser un simple vigilante, cuidador de menores y entretenedor social. Prueba de ello es el cada vez mayor número de guardias que se están asignando en muchos centros. Hasta seis horas de guardia, una cuarta parte del horario del profesor, tiene que dedicar a vigilar; no a preparar clases, ni a atender dificultades de alumnos, ¡a vigilar!
Habitual es aumentar el número de horas lectivas del profesorado para evitar contratar más personal. Después nos sorprendemos del elevado número de repetidores, de los abandonos escolares y de los resultados en las pruebas de evaluación internacionales. Los políticos no comprenden que el sistema educativo necesita más inversión para bajar las ratios, el único indicador imprescindible para mejorar los resultados.
Desalentador es ver cómo las asignaturas de latín y griego –y cualquier otra que tenga pocos alumnos por aula– son eliminadas de la oferta educativa de los centros porque no conviene que los alumnos puedan elegir según sus propios intereses, sino que todas las aulas estén llenas y que con menos profesores atendamos a más alumnos.
Descorazonador es saber que los políticos no se interesan por mejorar cada vez un poco más el sistema educativo, sino por abaratar costes. El que quiera educación de calidad, que se la busque.