Hoy en día, los centros educativos se están convirtiendo en ONGs (resolviendo problemas de índole familiar, compensando no ya desfases educativos, sino socioeconómicos, y ofreciendo calefacción, portátiles o tablets y wifi gratis a quiénes nada tienen en casa); en Espacios de Paz (cuando nunca hubo tantos conflictos como ahora, ni tanta inquina ni tanto encono); en centros TIC (tecnificando la información, que sin la formación adecuada se convierte en desinformación, deformando la comunicación y generando incomunicación); en centros Bilingües (fomentando el aprendizaje de otras lenguas vehiculares –aun sin conocer ni dominar la propia– sobre todo el inglés, el nuevo “esperanto neoliberal”); o, últimamente, en centros de salud, con protocolos y medidas de higiene y control sanitario dignos de cualquier hospital. Nadie en el sector educativo sabe a qué atenerse. Ni docentes, ni padres/madres/tutores legales, ni alumnado, ni directivas, ni inspectores. Bueno sí, quienes rigen el cotarro (por sus, en muchos casos, deméritos ampliamente contrastados) y persiguen tecnificar el proceso educativo con la idea de rentabilizarlo, aplicando las medidas para obtener el mejor producto (fin), mediante el método más rápido y seguro (medios) al menor costo (la eficiencia lo justifica todo).
Pues bien, a día de hoy, los docentes decentes estamos cansados de debates estériles; hartos de huelgas con y sin sentido; empachados de protestas “sindicalizadas”; desencantados de vaivenes gubernamentales, de leyes, órdenes, resoluciones, directrices; de enchufes; de tanta sigla (LOCE, LOE, LOMCE, LEA, CEP, CAU, FPB, APAE, PEvAU, etc.). La mayoría llegamos a esto por vocación y trabajamos con ilusión y energía porque estamos enamorados de nuestra profesión.
Particularmente, en veintidós años de servicio, algo he enseñado y mucho he aprendido, he conocido a muchos profesionales impresionantes –la mayoría– y unos cuantos –los menos– detestables, he viajado extraescolarmente, he conocido en profundidad a Séneca, he aprendido jurisprudencia (yo, que no soy nada prudente) y aún me encuentro a alumnos/as que me recuerdan y a los que recuerdo. Como soy optimista (y gilipollas, a partes iguales), voy a seguir enseñando e intentando generar aprendizaje, lo más dignamente posible; voy a seguir implicándome con mis alumnos/as, intentando complementar la educación que, no lo olvidemos, han de darles sus padres. Nunca seré un mero ejecutor de una acción planificada, previsiblemente elaborada y controlada desde fuera de las aulas, por personas ajenas a la educación. Nunca trataré a mis alumnos y alumnas como autómatas sujetos a estímulos que han de reaccionar de manera uniforme, o sea, no reduciré la conducta de los chavales a lo observable, sus aspiraciones a lo definible, su educación a lo tangible, al logro inequívoco de un estándar medible, preestablecido y unívoco. Paso, ni acato ni asumo. O sea, seré un esquirol del actual sistema, ya no sé si laico o aconfesional. Todo parece encajar según un guión ideológico –pero poco lógico–, todo menos mis ganas de encajar.
Ignacio José García García