Tras un 2020 desconcertante y unas fiestas navideñas diferentes, con los típicos señuelos consumistas, pero sin tantos tópicos tradicionales, afrontamos la cuesta de enero con la esperanza de que sea una rampa de lanzamiento hacia un quimérico 2021, en mitad de este páramo de desolación.
En los tiempos que corren, como docente, asisto a sucesivas reformas o regresivas contrarreformas educativas –siempre sectarias, nunca mayoritariamente consensuadas-, a la paulatina transformación de los centros educativos en centros sociosanitarios, a una enseñanza cada vez más informal y no formal, más complementaria y extraescolar, y pienso que cualquier cambio no ha de quedarse en mera reforma o modificación, sino apostar por la innovación, de manera pactada, con una planificación a largo plazo, con una financiación adecuada, que contemple en los presupuestos la educación como inversión, no como gasto, y sobre todo, aprovechando el saber hacer – la competencia- de los docentes y no desperdiciando tanta experiencia.
Como sindicalista atípico, vapuleado por la opinión pública y ninguneado por la administración, contemplo asombrado lo bien que funcionan los centros educativos, gracias a la profesionalidad y la entrega de los compañeros, permanentemente formados, hastiados de tanta burocracia y amargados por no poder hacer bien su trabajo, ya que cada vez escuchan más, en lugar de ser escuchados, convirtiéndose, aún sin quererlo, en una fuente de resistencia a los continuos cambios y vaivenes, ya que como todo ser humano se cansan de tanta inestabilidad y acaban rindiéndose a la rutina, que es más cómoda.
Como padre, intento pasar el máximo tiempo con mis hijos para ser partícipe de su educación y no mero espectador. Es una lucha continua con miles de actividades y múltiples distracciones. No quiero olvidar que son niños y han de jugar, que han de equivocarse y aprender para crecer, que no siempre es “sí”, aunque tampoco “no”. El respeto, el cariño y los valores no se aprenden, se viven, se sienten, se comparten. Pienso que hay que estar para enseñar a ser.
Como ciudadano y persona, siento vértigo al contemplar el abismo moral de esta sociedad. Veo a gente válida, buena, inteligente y capaz sufriendo, desnortada y aturdida. Gente que intenta afrontar la pandemia actual y paliar la crisis económica mundial, preguntándose como la humanidad ha llegado a esta coyuntura crítica. Gente que lucha contra la hegemonía político-económica global y totalitaria, consecuencia del capitalismo inmisericorde y del liberalismo atroz, que ha engendrado desigualdades sociales y una creciente alienación por la mercantilización de la vida. Gente que, en un mundo gobernado por la competencia y la competitividad, fracasa y pasa a ser perdedora ante la sociedad y ante sí mismos, abocada a la soledad y sus consecuencias (epidemia de autolesiones, desórdenes alimentarios, depresión, incomunicación, ansiedad y fobia social). En fin, esta vida es un auténtico “vendaval de ruido y furia”, como ya advirtiese Shakespeare.
Ignacio José García García